jueves, 24 de noviembre de 2011

Stanchezza


Falta hace, y mucha, en estos tiempos tan rebosantes del sufrimiento moral que sufrimos todos aquellos –la inmensa mayoría- a los que nos han cerrado puertas y ventanas al futuro complaciente del que recién nos acaban de expulsar, falta hace, digo, que echemos siquiera sea por unos momentos pie a tierra y hagamos cuenta de lo mucho o poco por vivido, y de todo aquello que acompañó nuestros pasos por los senderos del tiempo pasado, personas, cosas, seres diversos, soñados o no; la estación por la que transitamos, el otoño, se presta a ello; además, pienso que nada saludable es que andemos todo el santo día rumiando la cólera, la decepción y la amargura con que nos desayunamos, almorzamos, merendamos -los que meriendan- y cenamos jornada tras jornada.

Uno de los pecados capitales del hombre urbanita a mi parecer es el haber perdido el contacto con la Naturaleza, con sus ritmos y su tempo. Es el culmen del concepto de la separatividad, del narcisismo que nos envuelve y del que se deriva el triste pensamiento de que "yo soy yo, y todo lo que me rodea es mi enemigo". Sin embargo, la vitalidad más esencial -no la casi inventada de nuestras ciudades- está escrita ahí afuera, en la tierra de nuestros campos y bosques, en los aires y en las aguas en donde la vida estalla de gozo y de auto complacencia en la primavera, en los cuadros pasionales de la plenitud y del fruto maduro del verano...En la muerte y renovación de la carne y del ánima del mundo que nos pinta el invierno.

El otoño nos alecciona a su manera también con su particular visión ocre y de tonos apagados sobre "la oscura luz de la felicidad del hombre"; nos habla de la decadencia, de soledumbres impuestas en donde parece latir el engaño, pero en las que paradójicamente el alma humana muchas veces se solaza, de la insondable penumbra del tiempo que se nos escapó mientras jugábamos a ser eternos, del raído fulgor de los grandes días del "esplendor en la hierba", de tardes elegíacas y noches en donde la oscuridad se nos presenta con su siniestra tarjeta de visita.
En días como hoy en donde la lluvia nos sumerge en un estado de semi vigilia, con el cuerpo pidiendo pausa y hasta desenganche de la tarea diaria, nos apartamos por unos momentos de lo grandioso, del brillo escandaloso de las grandes gestas que anidan en su mayor parte en el deseo y en la lujuriante ensoñación de los días del estío ya semiocultos en el olvido, y escarbamos en lo pequeño, en lo cotidiano, en lo ajado por el paso de los años y medio sepultado ya en los almanaques del tiempo ido.
El otoño escribe su poemario de colores y sombras con las tonalidades añejas, cálidas y amables que le dan a las cosas reales e imaginarias un punto de luz que refulge como la que la luna nos infunde en los cuadros más íntimos del alma, encendiendo recuerdos en nuestra memoria como rescoldos no apagados aún de las cenizas en donde ardió la inutilidad práctica y la belleza escondida de sus más entrañables objetos; que si una foto, que si una carta, algún diario escondido, un olor a pasión enamorada que no se extingue y que vaga por donde quiera que andes, quizá la distancia infinita entre tu abrazo y la piel de aquel o de aquella que se fue para no volver jamás, o puede que ser descubras relicarios de dolor envueltos en la melancolía dulce de lo ya ido, fuese deseable o no...

Desde la incertidumbre que nos asola a todos -o a casi todos; gentes hay que en estos tiempos acumulan demasiado orín, pero el orín que en definitiva todos buscamos- os lego estas disquisiciones, de profundis, con el deseo de que seamos capaces de transitar con el ánimo presto por estos tiempos oscuros, tanto por las circunstancias propias de la estación como por las ajenas; porque tal vez lo que más importe no sólo sea haberlos vivido en el dolor, sí, pero también en el amor vividos al fin y al cabo.

(Recomiendo que leáis también ESTE LINK si es que habéis llegado hasta aquí)